De nenas disfrutábamos los veranos en el patio de baldosas color ajedrez. Regábamos imaginando shows televisivos. Las plantas eran la tribuna de pibes ruidosos y nosotras, conductoras al estilo Xuxa, las mojábamos con chorros de pintura incolora. Otro juego consistía en quemar corchos y dibujarnos barbas, para hacer una representación fiel de Fidel Castro y Ernesto Guevara, entrando en el follaje de Sierra Maestra. Dispuestas al combate, hablábamos a lo cubano y nos matábamos de risa. Esperábamos a papá así pintadas. Nuestro uniforme de batalla eran remeras XL con la foto de Korda. Nos las había comprado en un acto en Ferro, para usarlas de pijama. Queríamos contentarlo actuando. Él llegaba con la cabeza ocupada en otras cosas, ponía poca atención y entraba a comer. Yo me quedaba con las sombras del Che en la cara, con mi camarada al lado distrayéndose en otras cuestiones y con la mente tildada en los documentales de Página 30, sobre islas, balsas y héroes.
Papá pegaba al Che en todos los rincones. Yo miraba el calendario de la Casa de la amistad argentino-cubana, con esa silueta ondulada que me flechaba con su mirada vigorosa y me trababa en una palabra. “La arcilla fundamental de nuestra obra es la juventud”, afirmaba el cartel bajo la foto. Yo pensaba en hombres de barro que adquirían vida con algún soplo. Fueron mis primeros acercamientos a la arcilla de la metáfora. Hoy me pregunto con qué metáforas leen los chicos al Che. Yo lo leí en los stickers fanáticos pegados en la bicicleta que me armó mi padre. Eran como tatuajes omnipresentes cuyo mensaje configuraba un mandato. Un contenido estoico de hombres que perseguían imposibles. Hoy googleo al Che para tratar de ponerme en la piel de nuevas generaciones. Vuelvo a mirar la foto de mis remeras de infancia y me tranquiliza pensar que es un símbolo rebelde pese a su circulación pop. Me gusta igual aunque sepa a empacho.
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