“Jugué
con la idea de ser asaltante sexual e incluso pude hacer cositas en ese
sentido, casi siempre con familiares, sin embargo.” Woody Allen en 1970.
Cansada de que panelistas televisivos y twitteros frenéticos opinen desde la afectación superficial y el desconocimiento sobre la figura del abuso en el caso de Dylan Farrow versus su padre adoptivo y director de culto, se me ocurrió poner algunas cosas en claro en lo que a abuso sexual refiere.
Vamos por partes.
El abusador en cuestión es un director que en su faceta “realizador” ha logrado
gustar a cientos de millones alrededor del mundo. Su cine se caracteriza por entrelazar
complejidades psicológicas y trayectorias personales llenas de contrastes.
Sujetos que dudan, que reculan, que se permiten no hacer lo correcto, que son
erráticos o triunfadores, pero siempre complejos y bellos. Sofisticados y
queribles, los personajes de Allen se equivocan y sobreviven entre sus
preguntas y la sociedad “actual”. Este hombre menudo y declaradamente
“problemático y tímido” supo hacer un cine que gusta especialmente a los
argentinos.
La abusada es su
hija adoptiva. Una de las once criadas por la actriz Mía Farrow. Es una joven
de 28 años de la que poco me molesté en buscar datos biográficos porque en
cierta forma sobran. Los que bastan son los indicios de que su relato es
cierto. Pero aquí saltarán: ¿Quién puede saberlo? ¿Y si está loca? ¿Y si fue
inducida por su madre? ¡Es inocente hasta que culmine el proceso! ¿Cómo puede
ser verdadero si Woody es un genio?
Y ahí para mí hay
que detener la cuestión e introducir la complejidad. ¿Por qué complejidad?
Porque para mí es la clave de estos asuntos: embolsar lo humano en un deber ser
unívoco en el que los matices se tornan incomprensibles cuando son las partes
del todo. ¡Y ahí no seguimos el espíritu Alleniano! Que nos lo viene diciendo
todo el tiempo. ¡Desde los 70!
No es noticia nueva
que entre los seres humanos estamos los neuróticos, tan sufrientes y bien
pintados por Allen, que a su vez somos obsesivos e histéricos e incluso gozamos
de nuestros “rasguitos” perversos. Y que, además, están los psicóticos, que son
los verdaderos débiles mentales, que pueden ser muy creativos y tiernos e igual
de insoportables y difíciles de llevar. La tercer categoría, según la
psicología clásica, es la estructura perversa. El sujeto perverso. Ese sujeto
“invertido”, frío y disociado, que puede ser brillante y hermoso, amable y
carismático, violador y asesino serial, al mismo tiempo.
Sí, “al mismo
tiempo”, porque el sujeto se desenvuelve en simultáneo. Pero como nosotros
“simultáneamente” somos más o menos siempre los mismos, estos tipos de
personas, muchos de los que pueden estar leyendo exactamente ahora son
“simultáneamente” “buenos y malos”, digamos, para simplificar mucho. El
perverso se desenvuelve en diferentes ámbitos de distintas maneras y en lo
afectivo/ personal instaura su régimen de dominio y goce privado. Cuando puede
“formar una familia” gracias a sus humanos encantos y humanas habilidades la
desarrolla como cualquier otra categoría del ser, pero saciando su hambre
renegador de la castración, desperezando su satisfacción en el dolor del otro,
en la sumisión del débil y gozando a su vez, de la dualidad perversa, de los
velos de lo que se ve y no se ve, de lo que se legitima y lo que no, de lo
permitido y lo imposible. Desafiándose día a día. Superando los límites de lo
posible.
Porque ese es otro
tema. A todos más o menos nos gusta transgredir. Pero el perverso es el
transgresor por excelencia. No asume la ley. La conoce muy bien y goza al
transgredirla. No sufre como sufrimos los obsesivos gozando de nuestros
pensamientos. No siente culpa. El error siempre está en el otro y su narcicismo
le permite dibujar un mapa en el que amplía su margen de acción y ejerce su
dominio.
¿Es esto nuevo en
las artes? ¿En la vida? ¿Acaso la dirección de actores no se trata un poco de
eso? De dirigir voluntades y apuntar trayectorias. ¿Acaso el cine no es el
fresco perfecto de la complicidad perversa entre espectador y narrador? ¿Quién
exhibe? ¿Quién es el voyeur? ¿Quiénes gozan? ¿Acaso la sociedad occidental no
está organizada en vínculos perversos con los productos de masas, la
fabricación capitalista de deseos e imaginarios y la insatisfacción neurótica?
¡Ni qué decir de la literatura! ¡Como sufrió Oscar Wilde su complementariedad y
sumisión a los caprichos de su amante predilecto! Pagó su “amor” con la
prisión.
Bueno, me fui al
carajo con eso último pero lo que busco es reconocer la complejidad y realidad
de que los perversos son motores de la historia, asesinos y creadores de
subjetividades. Ya decía Foucault en su gran texto: “El poder siempre genera
resistencias y potencia. Crea sujetos que pueden con potencia.” Aquí el
abusador despliega su poder. Conduce. Hace y deshace. Y en ese mismo acto,
quienes resisten, porque otra no les queda, sobreviven y también logran cosas.
Desasnados sobre la existencia del mal en sus propias carnes. ¿Son por eso
buenos los malos? ¿Son por eso mejores o peores? Merecen castigo Polanski,
Allen, Hitchcock y tantos otros reconocidos abusadores sexuales. ¿Merecen
perdón?
Para mí corresponde
que se imponga la ley. Esa que tanto gozan en transgredir. Sino el mundo es un
caos e impune el sufrimiento. Entonces, para mí corresponde que se ponga un
límite y la sociedad, el Estado y el derecho den el ejemplo que corresponda.
Límite que no implica la extinción del mal pero sí el reconocimiento del daño y
la reparación a las víctimas.
Tiene que haber condena;
pero como el derecho es limitado y muchas veces llega tarde, entonces será
justicia con el repudio social. Será justicia cuando todas las Dylan aprendan a
amarse a sí mismas a pesar de los descreídos, los ignorantes o los sádicos.
Porque Allen será
un genio del cine pero las víctimas son las víctimas y padecieron un daño y
merecen reparación. Entiendo que cada vez que Dylan Farrow ve en un afiche a su
padrastro, al asesino de su subjetividad, se le revuelva la tripa. Le hierva la
llaga. Le duela el dedo que la toca y la mano que la meció: primero hay que
asumirse víctima. Para ello es muchas
veces necesario el reconocimiento social del daño, pero no imprescindible. La
verdad está en una. Luego de la búsqueda interior, no precisa confirmación. Después
comienza la muda. Dejar esa piel que oprime. Soltar ese dolor y esa categoría
de “víctima” que paraliza y ser otra cosa. O más bien, dejar de ser una cosa y
ser el sujeto que no reconoció como tal, el abusador.
Que siga Dylan en
esa tarea y que la ley se cumpla. El delito prescribió. Como prescribe acá, en
Argentina. El malo no fue juzgado por “falta de pruebas”. La niña dentro de la
mujer a veces llora. Pero que nadie avale el abuso sexual por la medida del
genio. Que no se equivoquen ahí.
Porque Woddy Allen
será un brillante director y nos reiremos con sus gags cómplices a la cámara.
Pero ese tipo que nos mira con sus grandes anteojos y sus citas Frankfurtianas
es un pedófilo. Un perverso permitido. Tómalo o déjalo. Esa es la verdad para
mí. Con los relatos de los hijastros y el dato de su relación con una púber, no
dudo.
Y así somos nosotros.
Sujetos complejos que podemos reírnos de la historia y su sangre. Hacer flyers
con Pablo Escobar confeccionando listas negras. ¡Pucha qué complejo el ser
humano!, pensamos, mientras comemos pochoclo mirando a la pantalla. Total. Los miles
de muertos no son amigos y pasó hace mucho. Y todos tenemos “rasguitos” a
sublimar con el morbo.
Pero atentos, que
así como no se extingue el genio, no se extingue el mal y aunque a veces pase
de moda o no sea redituable, no se extingue la voluntad de justicia y verdad.
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