viernes, 7 de febrero de 2014

WOODY, EL ABUSADOR



“Jugué con la idea de ser asaltante sexual e incluso pude hacer cositas en ese sentido, casi siempre con familiares, sin embargo.” Woody Allen en 1970.
    
     Cansada de que panelistas televisivos y twitteros frenéticos opinen desde la afectación superficial y el desconocimiento sobre la figura del abuso en el caso de Dylan Farrow versus su padre adoptivo y director de culto,  se me ocurrió poner algunas cosas en claro en lo que a abuso sexual refiere.

     Vamos por partes. El abusador en cuestión es un director que en su faceta “realizador” ha logrado gustar a cientos de millones alrededor del mundo.  Su cine se caracteriza por entrelazar complejidades psicológicas y trayectorias personales llenas de contrastes. Sujetos que dudan, que reculan, que se permiten no hacer lo correcto, que son erráticos o triunfadores, pero siempre complejos y bellos. Sofisticados y queribles, los personajes de Allen se equivocan y sobreviven entre sus preguntas y la sociedad “actual”. Este hombre menudo y declaradamente “problemático y tímido” supo hacer un cine que gusta especialmente a los argentinos.


     La abusada es su hija adoptiva. Una de las once criadas por la actriz Mía Farrow. Es una joven de 28 años de la que poco me molesté en buscar datos biográficos porque en cierta forma sobran. Los que bastan son los indicios de que su relato es cierto. Pero aquí saltarán: ¿Quién puede saberlo? ¿Y si está loca? ¿Y si fue inducida por su madre? ¡Es inocente hasta que culmine el proceso! ¿Cómo puede ser verdadero si Woody es un genio?

     Y ahí para mí hay que detener la cuestión e introducir la complejidad. ¿Por qué complejidad? Porque para mí es la clave de estos asuntos: embolsar lo humano en un deber ser unívoco en el que los matices se tornan incomprensibles cuando son las partes del todo. ¡Y ahí no seguimos el espíritu Alleniano! Que nos lo viene diciendo todo el tiempo. ¡Desde los 70!

     No es noticia nueva que entre los seres humanos estamos los neuróticos, tan sufrientes y bien pintados por Allen, que a su vez somos obsesivos e histéricos e incluso gozamos de nuestros “rasguitos” perversos. Y que, además, están los psicóticos, que son los verdaderos débiles mentales, que pueden ser muy creativos y tiernos e igual de insoportables y difíciles de llevar. La tercer categoría, según la psicología clásica, es la estructura perversa. El sujeto perverso. Ese sujeto “invertido”, frío y disociado, que puede ser brillante y hermoso, amable y carismático, violador y asesino serial, al mismo tiempo.

     Sí, “al mismo tiempo”, porque el sujeto se desenvuelve en simultáneo. Pero como nosotros “simultáneamente” somos más o menos siempre los mismos, estos tipos de personas, muchos de los que pueden estar leyendo exactamente ahora son “simultáneamente” “buenos y malos”, digamos, para simplificar mucho. El perverso se desenvuelve en diferentes ámbitos de distintas maneras y en lo afectivo/ personal instaura su régimen de dominio y goce privado. Cuando puede “formar una familia” gracias a sus humanos encantos y humanas habilidades la desarrolla como cualquier otra categoría del ser, pero saciando su hambre renegador de la castración, desperezando su satisfacción en el dolor del otro, en la sumisión del débil y gozando a su vez, de la dualidad perversa, de los velos de lo que se ve y no se ve, de lo que se legitima y lo que no, de lo permitido y lo imposible. Desafiándose día a día. Superando los límites de lo posible.

     Porque ese es otro tema. A todos más o menos nos gusta transgredir. Pero el perverso es el transgresor por excelencia. No asume la ley. La conoce muy bien y goza al transgredirla. No sufre como sufrimos los obsesivos gozando de nuestros pensamientos. No siente culpa. El error siempre está en el otro y su narcicismo le permite dibujar un mapa en el que amplía su margen de acción y ejerce su dominio.

     ¿Es esto nuevo en las artes? ¿En la vida? ¿Acaso la dirección de actores no se trata un poco de eso? De dirigir voluntades y apuntar trayectorias. ¿Acaso el cine no es el fresco perfecto de la complicidad perversa entre espectador y narrador? ¿Quién exhibe? ¿Quién es el voyeur? ¿Quiénes gozan? ¿Acaso la sociedad occidental no está organizada en vínculos perversos con los productos de masas, la fabricación capitalista de deseos e imaginarios y la insatisfacción neurótica? ¡Ni qué decir de la literatura! ¡Como sufrió Oscar Wilde su complementariedad y sumisión a los caprichos de su amante predilecto! Pagó su “amor” con la prisión.

     Bueno, me fui al carajo con eso último pero lo que busco es reconocer la complejidad y realidad de que los perversos son motores de la historia, asesinos y creadores de subjetividades. Ya decía Foucault en su gran texto: “El poder siempre genera resistencias y potencia. Crea sujetos que pueden con potencia.” Aquí el abusador despliega su poder. Conduce. Hace y deshace. Y en ese mismo acto, quienes resisten, porque otra no les queda, sobreviven y también logran cosas. Desasnados sobre la existencia del mal en sus propias carnes. ¿Son por eso buenos los malos? ¿Son por eso mejores o peores? Merecen castigo Polanski, Allen, Hitchcock y tantos otros reconocidos abusadores sexuales. ¿Merecen perdón?

     Para mí corresponde que se imponga la ley. Esa que tanto gozan en transgredir. Sino el mundo es un caos e impune el sufrimiento. Entonces, para mí corresponde que se ponga un límite y la sociedad, el Estado y el derecho den el ejemplo que corresponda. Límite que no implica la extinción del mal pero sí el reconocimiento del daño y la reparación a las víctimas.

     Tiene que haber condena; pero como el derecho es limitado y muchas veces llega tarde, entonces será justicia con el repudio social. Será justicia cuando todas las Dylan aprendan a amarse a sí mismas a pesar de los descreídos, los ignorantes o los sádicos.

     Porque Allen será un genio del cine pero las víctimas son las víctimas y padecieron un daño y merecen reparación. Entiendo que cada vez que Dylan Farrow ve en un afiche a su padrastro, al asesino de su subjetividad, se le revuelva la tripa. Le hierva la llaga. Le duela el dedo que la toca y la mano que la meció: primero hay que asumirse  víctima. Para ello es muchas veces necesario el reconocimiento social del daño, pero no imprescindible. La verdad está en una. Luego de la búsqueda interior, no precisa confirmación. Después comienza la muda. Dejar esa piel que oprime. Soltar ese dolor y esa categoría de “víctima” que paraliza y ser otra cosa. O más bien, dejar de ser una cosa y ser el sujeto que no reconoció como tal, el abusador.

      Que siga Dylan en esa tarea y que la ley se cumpla. El delito prescribió. Como prescribe acá, en Argentina. El malo no fue juzgado por “falta de pruebas”. La niña dentro de la mujer a veces llora. Pero que nadie avale el abuso sexual por la medida del genio. Que no se equivoquen ahí.

     Porque Woddy Allen será un brillante director y nos reiremos con sus gags cómplices a la cámara. Pero ese tipo que nos mira con sus grandes anteojos y sus citas Frankfurtianas es un pedófilo. Un perverso permitido. Tómalo o déjalo. Esa es la verdad para mí. Con los relatos de los hijastros y el dato de su relación con una púber, no dudo.

     Y así somos nosotros. Sujetos complejos que podemos reírnos de la historia y su sangre. Hacer flyers con Pablo Escobar confeccionando listas negras. ¡Pucha qué complejo el ser humano!, pensamos, mientras comemos pochoclo mirando a la pantalla. Total. Los miles de muertos no son amigos y pasó hace mucho. Y todos tenemos “rasguitos” a sublimar con el morbo.

     Pero atentos, que así como no se extingue el genio, no se extingue el mal y aunque a veces pase de moda o no sea redituable, no se extingue la voluntad de justicia y verdad.


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