Melancholia. Si la melancolía es una tristeza permanente y profunda o una añoranza amarga de lo incumplido; si es el sabor amargo y negro de una existencia despreciable, todo eso puede verse en la película de Lars Von Trier del mismo nombre.
Pero fundamentalmente el concepto que me vino a la mente al verla es: nada. Cuando Justine en su hastío brutal se despacha en desprecio contra su jefe “le da” la palabra fundamental, hilo transparente y conductor del filme: “Nada. Nada te conforma. Vendete tú como mierda. Producto para los mediocres.” El jefecito le pedía las palabras mágicas que ella como publicista de primera categoría podría darle desde su creatividad para que consuma el mundo. Para que se venda más y las finanzas sigan inflándose ilusioriamente. En la crema más crema de todas. Donde un casamiento es todo color crema con ribetes dorados. Donde todo brilla hasta una opacidad justa y elegante. Donde los paisajes plásticos, oníricos y etéreos- sí, son todo eso junto en la peli- acompañan a los ricos feos y los más hermosos como Justine. ¿Acaso la eximia belleza de Justine paseó vertiginosa por los caminos de la virtud hasta por fin llegar a la náusea gris de la melancolía?
El caso es que el filme se divide en dos partes, que como las dos hermanas del Marqués, conforman fragmentos finales de la vida de dos hermanas opuestas. Justine y Claire. La primera: la bella. La segunda: la menos agraciada y raquítica Charlote Gainsbourg. La primera que se da baños de luna cual cuadro de Soldi, totalmente blanca y frente a una luna profunda rodeada del nocturno azul y el verde esmeralda de la noche y el agua. La primera visionaria, con delirios presentes que avizoran el futuro: el fin. Sumida en un baño de melancolía es ayudada por su hermana, que no es el vicio, pero es la envidia y la incomprensión, que además es piadosa pese a su actitud dominante. La flaca Gainsbourg que es el respeto a las formas y está muerta de miedo. Está muerta de terror porque le mienten y porque ella sospecha que la rubia lo sabe, que todos lo saben: se viene el fin del mundo y el planeta melancolía en su danza de la muerte va a chocar contra la tierra y será el fin. La pobre rica tan formal no acepta. No acepta lo inexorable. No acepta el final y se resiste. Llora como loca porque no puede ser.
Pero dije “nada” porque la peli es para mí un canto nihilista. Es más crítica que relativista. Es finamente rebelde. Y aunque la primera parte es levemente aburrida para los apurados espectadores, se torna cada vez más disfrutable. Lo que me encantó de la primera parte es que todo el tiempo sucede la peor opción. Se va desarmando gajo a gajo toda ilusión romántica positiva. Se deshace todo el tiempo. No para de desilusionar y a así sigue en su canto melancólico. El fin existe y será pronto. Nadie puede negarlo. Todos lo perciben. Y su fuego astral e instantáneo velará toda luz. Apagará toda vida y toda forma social. Entonces nada tiene sentido. No se puede escapar. De nada sirve resistirse. La humanidad queda desnuda y lo único plausible de energía vital en la vuelta hacia la nada universal, quizá, tímidamente, sea “el amor”. Algo que éstos ricos mediocres que protagonizan la peli se encargaron de dilapidar hasta ser sencillas cosas que sostienen cosas y que quieren más cosas. Y todo, finalmente, será arrasado por la nada. Que embellecerá infinitamente hasta el último instante.
A disfrutarlo entonces, porque el paisaje será único, fugaz y mortal. Como nuestra existencia.
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