Me cubro los ojos
para no ver el mundo.
Vos mirás.
Me mirás.
En el medio
está tu color
y está el mío.
A la Monalisa
la ven muchos miles
todo el tiempo
y cristales la cubren de los flashes
y de las manos.
Es inalcanzable.
Aunque estés ahí.
Nunca la vas a tocar.
Ni verla de cerca podrás.
Encima serás uno más
entre los macacos.
¿Para qué ir al museo entonces?
Para entender la metáfora.
Yoko Ono
hizo la mejor obra de la que oí en años.
Más bien leí en años.
Un laberinto transparente
cuyo objetivo es un teléfono celular.
Quizá otros teléfonos te cruces en el trayecto confuso
(otras sillas diría Silvio).
Oirás la voz de Yoko Ono.
No te comunicarás con ella.
No sabrás cómo fue tenerla pegada
en la manifestación por la paz
de un mes en cama
junto a Lennon.
Quizá llegues.
Si no renunciás a los paneles de cristal,
a los límites que no se ven.
Quizá llegues
a comunicarte
con el mundo
cuando la oigas.
O quizá estés tan lejos del mundo.
Que aún entendiendo la metáfora
ya no puedas nadar
(comunicarte con el mundo,
de posibles,
de tocar).
Hubo otro invento sorprendente:
una nipona inventó una máquina de menstruar
que hace doler y gotea sangre.
La expuso en el MoMA de Nueva York.
Los chicos pueden saber qué se siente.
Ponérsela.
Y que les duela igual que a las chicas.
Se transgreden los límites,
La barrera entre los géneros
es cada vez más difusa.
Y?
Qué importa?
Si lo que más querés
es dormir. Manifestándote por la paz,
en vida.
Quería ver menos el mundo.
Quería sentir menos la bota
en el pescuezo.
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