domingo, 13 de febrero de 2011

DONDE ESTÁS CINE DE MI VIDA QUE NO TE PUEDO ENCONTRAR



“Detesto la cultura de autor, me cae mal. El cine, la ropa, los zapatos, la comida, hasta el vino es de autor ahora.”

La Tana Ferro,

en Un novio para mi mujer de Juan Taratuto.

La misma sensación del epígrafe me había agarrado hace unos meses. Me había enojado con los autores de filmes y estuve embroncada en un principio con un autor local y esa fiebre rencorosa se extendió luego a autores de otros países, especialmente europeos. ¿Por qué apropiarme de universos bellísimos, intensos y lejanos?; ¿Por qué enamorarme de galanes de pose?; ¿Por qué sentirme otra Amelie del tercer mundo?; ¿Por qué avanzar en la excursión autoral? ¡Qué ocurrencias más aburridas! ¡Cómo señalaban con un dedote mi soledad y mi angustia, mi pobreza y mi necesidad! Colaboró además con éste momento sensitivo la relectura de textos del semiólogo de cine Christian Metz y la posterior búsqueda de su biografía cerrada con un suicidio. Todo tonalizaba y justificaba el enojo, pero había un hecho particular que funcionó como desencadenante.

Cerca de donde trabajo hay un Musimundo, de los pocos que quedan. Tenía que hacer un regalo para mi dentista embarazada y decidí un CD de música clásica para bebés. Entré al local y al momento de pagar, en la batea de ofertas, había un DVD esperando mi encuentro, el del El lado oscuro del corazón. Me hacían descuento y lo compré, me acordé que había visto fragmentos, el del botón despedidor de mujeres era uno y me entusiasmaba la idea de ver actuar a Mario Benedetti y oir poemas de Oliverio Girondo y Juan Gelman. Ya me habían chamuyado alguna vez iniciando la conversación con el “puedo tolerar una naríz que pudiera competir en un concurso de zanahorias (o algo así decía y coincidía justamente con el volumen de la mía) pero no podría tolerar una mujer que no sepa volar… Oh! María Luisa…”. Yo conocía mucho a Girondo, imposible no leer a los quince su obra completa, ya que no es larga. Imposible no enhebrarse en su propuesta poética. ¡Tenía que terminar de ver esa peli! Además un exnovio de la generación que vió al viejo Subiela en cine ya había sabido compartirme su gusto por Ultimas imágenes de un naufragio y Hombre mirando al sudeste. Resultó que justo al siguiente fin de semana luego de la compra, me comencé a ilusionar con un hombre aficionado a la poesía con el que acordé mirar alguna película. Le mensajié el título y respondió que mejor mirásemos otra. Atendí a su negativa y miré sola El lado oscuro del Corazón. Hacia el final de la película aparecía una mujer que respondía al avance de Darío Grandinetti recitando el poema antes citado. Cosa curiosa: a los días la mujer de ese fragmento me agregó al facebook con actitud elogiosa hacia mis publicaciones. De yapa comencé a percibirla en competencia por el muchacho nombrado. ¡Y la reconocí! Asistíamos a la misma milonga: ese espacio bello pero turbio si los hay. ¡Qué felíces coincidencias venía teniendo la vida! Esa mujer que hacía días veía en el filme de un director que me gustaba, quería ser mi amiga en la red social por algo que yo entendí como un seguimiento de los posibles flirteos del hombre que a ignorancia mía era el candidato, milonguero y joven, de su entrecejo.

“Me parece que tuvimos la misma idea, no se con cuál de las dos quiere estar, pero sí desde marzo conmigo. Buena vida”, me había escrito la mujerona que pretendía al treintañero. La verdad es que lo primero que pensé al leer eso fue un rotundo ¡buena vida las pelotas!, ya que con ese mensaje se truncaba mi ilusión y como anécdota inauguraba mi reciente “odio autoral”. Fue experiencia personal y gota de rebalse para la crítica al seguimiento perseverante y aplicado de autores ya sea locales o de otros lares. Si bien no es un requerimiento obligatorio, creo, atrevida y sencillamente, que ver tres películas de un mismo realizador puede resultar demasiado. Para mi humilde ojo caben opciones como que el lenguaje personal del director se agote; que el estilo tan contundente pueda llevarte de la afición a la repulsión o que te hagas un fanático y como tal un ácritico de la no vigencia de las verdades del filme. O sea, lo que arroja la película puede ser reconocido como meritorio para determinado tiempo y como bodrio para otro, lo cual no es novedoso. Además insisto: ¡Cómo se había atrevido a irrumpir en mi vida un personaje de ficción por más “bolo” que sea! Mi amiga casi psicóloga nombrada en posteos anteriores me decía risueña cuando veíamos pelis con actrices que a diferencia de mi tragicómico ejemplo eran de renombre: “Sí, son actrices y supuestamente tienen vidas interesantes, pero bien que hacen de nosotras”. Y cuando ella decía “hacen de nosotras” refería a que ciertos relatos fílmicos se basan en mujeres comunes: más o menos neuróticas, más o menos erotomaníacas, más o menos al borde de un ataque de nervios o cometiendo algún crimen, más o menos trabajadoras y estudiantes y consecuentes y soñadoras. El caso es que de aquella tarde de domingo preservé el enojo con el poeta Oliverio. No quise saber más nada con ese estilo de autor que implicaba una actitud ya demodé que contaba acerca de bohemios perseguidores de imposibles, de descubridores de lados oscuros y entregadores de corazones latientes y brillantes de un surrealismo de maqueta de primaria. Todo lo que luego supo a Eliseo Subiela y a sensibilidad densa o a poemismo derrochón, pasó a resultarme un exceso.

Otro ejemplo válido de la misma temporada amorosa, trae a cuento a otro hombre, francés él, que a mi obvia pregunta acerca de Jean Luc Godard, respondió con cara de “ya me lo preguntaron mil veces” un “ah sí, no sos la primera que preguntás sobre ¿qué? ¿La nouvelle vague? Para nosotros eso es pasado. Es un cine que muchos franceses, en especial los jóvenes, ya no queremos mirar más, es que son demasiadas preguntas, demasiado existencialismo, demasiada melancolía; yo prefiero cosas más alegres”.

Sepultadas mis otras preguntas aquel otro día, seguí comiéndome el plato francés que entretenía la mesa del restaurant. ¡El odio autoral local ya tenía correlato internacional!: mirar a Anna Karina y su rostro perfecto o querer llamar Anouk Aimée a alguna hija, sólo significarían acumulación de pruebas del colonialismo simbólico que padecía. Me enojé, me enojé feo y me resistí a indagar más en el cine japonés, me decidí a hacer caso omiso a las postas americanas o a las ya viejas vanguardias con las que se aprende a mirar cine. ¿Para qué?, ¿Cambiaría mi vida ratificar que mi vida es la que tengo a la salida del cine o al apagar el dvd? Sabía que miré a Godard, a sus Histoire(s) du cinéma y a sus elogios del amor y la música por mucho más que por conformarme o no con el mundo, o por pertenecer o no a alguna tribu cinéfila, pero ¡era innegable pensar en los subtítulos y las distancias! ¡Es que estudiar y leer autores de otra latitudes y no acompañar los viajes mentales con el cuerpo puede ser desde movilizante hasta sumamente molesto!

Igualmente la historia de mi enfermedad con cura cabe, porque justamente: ¡estoy curada! Y lo declaro con bombos y platillos a líneas de haber descripto los síntomas. Y la cura fue lo más sencillo y bobo que puede pasar. Casi tan bobo como las nombradas razones del odio.

Sucedió que leí por Internet un texto de mi cuco Eliseo Subiela llamado Mi Oficio que me encantó y he aquí un fragmento: “Cuando me hice director profesional, mis sensaciones en la oscuridad de la sala de cine se fueron modificando. Ahora confieso que cada vez que se apaga la luz, siento una especie de acuciante pregunta que me hermana con todos los cineastas del mundo: ¿Y ahora qué te cuento? Aunque la película no sea mía también me parece oír el silencioso coro de las respuestas de la gente, que espera en sus butacas: “Cuéntame algo que me dé miedo”- “Cuéntame algo para que no tenga miedo”- “Cuéntame algo que me haga reír”- “Cuéntame algo para soportar la realidad”- “Cuéntame que antes de morir viviré un gran amor”- “Cuéntame que la vida no es sólo ir a la oficina todos los días”- “Cuéntame, cuéntame... Una sala de cine es el único ámbito donde los adultos confiesan la supervivencia de la infantil necesidad de ser arrullados por un cuento. ¿Se imaginan al director de un banco, tomándome la mano, diciéndome: me cuentas un cuento? ¿A un general de brigada, suplicándome: cuéntame un cuento, que me da miedo la noche? ¿A un ministro de economía tratando de disimular su pudor al pedirme: cuéntame un cuento donde lo que más importe sea el amor? ¿Se imaginan que algo así pudiera ocurrir en la vida real? Por supuesto que no. Sin embargo eso ocurre en las salas de cine, que son las sedes diplomáticas universales, adonde los seres humanos acuden a pedir un salvoconducto para sus sueños. Haciendo uso del anonimato de la oscuridad, el director del banco, el general del ejército, el ministro de economía, obstetras y abogados, culpables e inocentes, víctimas y asesinos, todos por igual hacen la misma petición, formulada de distintas maneras, de acuerdo con su rol social: “Sácame de aquí, que para eso te pago”, “Déjame soñar un ratito con esa maravillosa posibilidad que la vida no me da: ser otro. En suma: “cuéntame un cuento”.

Leyendo eso que cito es como me amigué con mis enojos virtuales sólo con unos pocos clics, saliendo así de un cuento escuchando otro cuento.

Tal vez los meses y el enfriamiento emocional con las personas reales colabora con el encontrar la calma. En síntesis reconocí nuevamente que el cine puede seguir sacudiéndome y conmoviéndome. Me agrega y lo agrego a mi vida. El no olvidar el pacto y respetar su estatus de ilusión, es lo que hace que haya paz en vez de guerra entre él y yo. Y el click que me volvió a vincular con Eliseo Subiela tuvo que ver con el hecho de que sus palabras coincidieron con una necesidad cotidiana y particular que tengo: siempre necesito que me cuenten. En todo momento, e incluso en los lugares y situaciones más íntimas tiene que aparecer el cuento, la historia o el relato. Si no aparece, algo no existe. No fluye la práctica si no nace la ilusión. Por eso me han oído preguntar muchos para su sorpresa, una vez aparecida la confianza y ya en edad adulta: “¡¿Me contás un cuento?!”…

Los puntos suspensivos se los dedico a Julio Cortázar que los odiaba según leí porque obviamente no lo conocí en persona y respeto ya los estatus de ilusión.

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